Resbala el vino como un río se escurre entre un
lecho de lengua y paredes de boca. Se para. Se revuelve antes de dejarse caer
al abismo de la garganta y, entonces, se produce, como el visvaporub a las
vegetaciones, como si la nariz, por dentro, se convirtiese en un termómetro
que midiese, qué?, recuerdos… O eso creo yo… Porque a mi el Porto bueno me
transporta a lugares, como decir?, de querencia…
Empezaré por el principio. Solamente me queda una botella,
comprada hace años, de un vintage
de Porto guardado, para qué?, pues para hoy -me dije- que no conozco
por aquí, todavía, a quien valore como se debe este sabor dulce y ácido, esta
melancolía alcohólica, esta saudade gozosa… Ummm… Calienta el estómago y la
cabeza… Recuerdo una botella de Porto en un Diane-6 viniendo de Porto, una
frontera y risas de borrón y cuenta nueva; un barcito -creo que el más pequeño
en el que he estado- y catar años como quien cuenta ovejas; los años que hace
que nos falta Carlos contados en eneros de Porto y pastas a las doce y media;
cumpleaños de quien quiero tanto y cálices con quien tanto quise; viajes tan
tortuosos como el Douro para llenar bodega cuando llega el invierno; teorías
dulces de viajes imposibles hechos realidad… Y el recuerdo de la ciudad que le
da nombre al vino, un viento fresco, un puente sobre el río y un reflejo de
mango enamorado en las luces del agua… Y silencio... Porque el Porto no es vino
para hablar, es vino de querencias...