casablanca

Los olores de África son tan materiales como la saliva o las sandalias. Estuve estos días en Casablanca y pude alimentarme de perfumes caros que se sienten cómodos en hoteles de lujo, de sprays esperanzados aspirantes a beautiful cuando extienden la mano para coger el -tan helénico- ágape, del olor del calor, de la calle y la boca de las alcantarillas, del reseso -sin sésamo- de taxistas amables al levantar el brazo señalando orgullosos la segunda mezquita más grande del mundo... Nada, en fin, que pudiese decirme que no estaba en un suburbio de París o de Roma...

La literatura nos lleva a perseguir la canela disfrazada de túnica, con Lawrence de Arabia o Sherezade debajo, por ejemplo. Nada más falso.

A no ser la Medina, de corazón antiguo, rodeada de muros que intentan resistirse al flujo de la vida. La Medina envejecida, rota y sucia, con gafas de miope y postalitas del sexto Mohamed en las paredes de cada casa, de cada bar, de cada tienda y de cada portal en que se ofrecen esos olores que tenemos en el inconsciente cuando decimos África...

Me traje envueltas en papel de periódico pimienta, pimentón, cilantro, azafrán... Y canela, claro, ramas de corteza de canela para mi arroz con leche, o para remover la pasión que me produce un café con azúcar, o remover la incertidumbre, literaria también, de estar con Clea pensando en Justine... Un caos... La vida misma, saltándo siglos de una calle a otra, los rascacielos de lujo y las casuchas entre cloacas de la Medina... Un lugar para no echar cuentas...