Los jueves por la tarde al salir de la escuela no esperaba a mis amigos como siempre, corría hasta un café con leche, pan y azúcar que mi abuela tenía ya caliente para cuando llegaba. Banquetas, cocina de leña, una mesa y una radio que escuchábamos sin mediar más que gestos: eran relatos de la guerra que no se cómo, se colaban entre el franquismo sin nombrar contendientes, eran relatos de sobrevivientes. Aquel día, una familia que atravesaba un puente escapando del frente hacia su pueblo, tuvo que colgarse como pudo del entramado de hierro que separaba la vía del abismo del suelo. El relato era agobiante, agarrados al puente de hierro la madre, el abuelo, los niños... no, mi marido no venía -contaba la mujer-. Al acabar, mi abuela habló del día en que los hicieron bajar del camión en que viajaban, escapando de Madrid a Valencia, a refugiarse bajo los árboles. Ella, que viajaba con dos niños pequeños, no corrió lo suficiente y al sentir las balas de los aviones rompiendo el suelo cubrió a sus hijos con su cuerpo aplastándolos contra la tierra...
Cuando iba más tarde hacia mi casa en el barrio de San Roque de abajo todavía llevaba en el estómago el peso de la bala que aquel día no atravesó el cuerpo de mi abuela, de mi madre y de mi tío, permitiendo que yo al final naciera. Bajé el terraplén que separaba los dos barrios y rodeando la charca que llamábamos Río Guay, fuí tirando piedras al reflejo que las golondrinas dejaban en el agua persiguiendo mosquitos como si fuesen aviones enemigos. Cuando pasado el tiempo se le fueron poniendo nombres y apellidos a las historias de la guerra, supe que mi abuelo había sido militante comunista y salvó el cuello porque era ebanista y hacía muebles como nadie para los mandamases de aquel campo de Valencia del que salió un año después para recoger a su familia en Madrid y venirse a Vigo, con la promesa de un trabajo, a empezar una nueva vida. Era 1940, su padre, su madre, su suegra, su mujer, sus dos hijos, su hermano y su nuera... Vamos, dije, que aquí en Madrid ni mierda hay ya para nosotros, y aquí nos vinimos, yo siempre tiré palante, peor no podíamos estar"-contaba mi abuelo...
Ese día fueron dos los bombardeos que sufrieron mujeres y niños en el camión. En uno de ellos, con los nervios, su hija se quedó atrás y un hombre la sacó y la escondió. Nena no paraba de gritar por su hija Pepita, que ahora recuerda a aquel hombre y su abrigo azul, nuevo, que no quería manchar...
ResponderEliminarTambién tiempo despues de vivir en Vigo el hermano del abuelo tuvo que volver a Madrid porque en esta tierra anda uno siempre con hongos debajo del sobaco...
Pero aquí se quedaron los demás y con ellos los que vinimos después, que ya somos 5 biznietas y 4 biznietos...
¡Un beso enorme abuelas!
Ole la abuela!!!! Bueno, Pancho, que tengo un bloGGGGG. www.lanochedesanjuan.blogspot.com pasate y firmame, es en gallego! adioss
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