Qué soledad la que imagino subida
en un tranvía blanco, entre la niebla luminosa y espesa de los amaneceres de
agosto a orillas del Miño: un tranvía blanco entre la niebla y un niño en su
ventana de cristales rayados viendo como se espeja en el agua del río: la niebla por la que
todo puede aparecer, el tranvía de recorridos diarios, de ida y vuelta, y la
cara de un río detenido que se come por dentro… En la ciudad, la soledad va
siempre acompañada de mascota, sonríe en los parques, se detiene en los
semáforos, usa zapato bajo y ropa un tanto antigua, necesita decirle algo a su
perro cuando sube casualmente con alguien en el ascensor y cierra con pestillo
la puerta de su casa para asegurarse de nadie vendrá nunca a llamar por
sorpresa… Eso es, que nadie vendrá nunca a llamar por sorpresa...
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