Antes del sentimiento de alegría, adiviné -viendo la televisión- sonidos repetidos en las bocas de las mujeres que esperaban, no era difícil, tampoco las cadencias, escuchar como hilaban y deshilaban sentimientos que de tan ciertos ni siquiera sabían que existían; nombres que habían soñado especialmente para ellos; nombres que al pronunciarlos eran esos abrazos y otros, mucho más cerca, más adentro, sin expresión por ser los más soñados. En blanco y negro veíamos las mujeres comiéndose los labios mientras tranquilizaban a sus hijos intentando dormirlos, después la puerta que se abría y de lo negro de la noche algo mucho más negro que sonreía: hoy he tenido suerte. Y el baño en el barreño de cinc y las noticias de los compañeros que no lo habían logrado, y la rabia. El abuelo Victor. No me digáis que durante este tiempo de espera no volaron estas imágenes en vuestras cabezas. Sin embargo fue una máquina, un cálculo impecable, la precaución de un refugio, allá en lo hondo, para sobrevivir el tiempo necesario, y un sacacorchos que los fue subiendo de uno en uno, hombres a los que habían preparado psicológicamente, hombres con los ojos tapados por unas gafas de astronauta para que no viéramos en ellos los restos de la casi tragedia, los enfermos salieron sanos y los sanos sonrientes y habladores. Compararlo con el encierro de León y la salida de los mineros huelguistas cantando el Santa Bárbara Bendita del otro día es como si pasamos del 16mm a la alta definición entre que sube y no sube el eficaz sacacorchos. Este mundo casi virtual destroza la épica minera, y reconvierte la visión del sector y del espectador para siempre, la del espectador seguro, porque ahora vendrá el chorro de imágenes, la casa de cada uno, los sueños por cumplir, los niños sorbiendo los mocos y la Carbonero, allá en lo hondo, poniéndose en la piel del minero mientras llora Casillas.